lunes, 1 de enero de 2018

Santificarás las Fiestas.


Me parece maravilloso que el tercero de los mandamientos del decálogo sea éste: santificarás las fiestas.  De tanto oírlo, nos podemos acostumbrar. Yo no quiero hacerlo. Una de las características de la Nueva Evangelización es la de proponernos a todos los católicos a desempolvar nuestra fe, para después sacarle brillo. Volver a ver la realidad con ojos de niño o con mirada de discípulo, como nos decía el papa Francisco allí en Río de Janeiro.
Esta mañana, temprano, volvía de celebrar misa y durante unos minutos el sol me ha alumbrado directamente, cegándome. Me he sonreído. He oído decir que el sol tiene también esa virtud, de hacernos sonreír. La luz nos envuelve y la realidad no es hostil, sino amigable. El mundo es un regalo de Dios. Vivir es una fiesta. Estas cosas estaba yo pensando, mientras sonreía y me alegraba con un gozo tan sencillo y elemental.

¿La vida es una fiesta? Ya hemos hablado de ello. Sólo lo será si hay esperanza de una vida plena y feliz, más allá de la muerte. El sol sale todos los días. Habrá algún día que nosotros no estaremos aquí para verlo, pero tenemos esperanza de que entonces nos alumbrará otro sol, aquél al que esperamos y que vendrá del oriente:

 "Tu sol no se ocultará jamás, ni tu luna perderá su luz, porque yo, el Señor, seré tu luz eterna" (Is 60, 20).
"La ciudad no necesita sol ni luna que la iluminen, pues la gloria de Dios la ilumina y sus lámpara es el Córdero" (Ap 21, 23).
De momento, mientras no lleguemos a la Jerusalén celestial, todos los pueblos se encaminan hacia allí y a todos se les invita a que sigan ese precepto gozoso del Decálogo: santificarás las fiestas. Todos los pueblos caminan hacia allí y todos tienen sus experiencias religiosas, salvo que hayan renunciado a "pensar" racionalmente y se hayan secularizado, arrojando a Dios de su horizonte y dejando de caminar.

Cuando aquel judío le preguntó a Jesús si eran muchos los que se salvan, la respuesta del maestro tiene una lectura estupenda: "vendrán de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios" (Lc 13, 29). Con estas palabras, Jesús no hacía otra cosa que repetir la profecía de Isaías 2, 1-3:


"Al final de los días estará firme
el monte de la casa del Señor,
en la cima de los montes,
encumbrado sobre las montañas.

Hacia él confluirán los gentiles,
caminarán pueblos numerosos.
Dirán: «Venid, subamos al monte del Señor,
a la casa del Dios de Jacob:

Él nos instruirá en sus caminos
y marcharemos por sus sendas;
porque de Sión saldrá la ley,
de Jerusalén, la palabra del Señor».

Dios llama a todos los pueblos de la Tierra y les pide que santifiquen las fiestas, que vivan la esperanza de la salvación, que de manera misteriosa se comunica de generación en generación desde que Dios prometió a nuestros primeros padres que enviaría al salvador (Gn 3, 14). 

Un pueblo sin esperanza, ya no celebra fiestas. 

El espíritu de Aparecida recoge esta tradición de lo que se denomina la teología de los pueblos. En este caso, se trata de pueblos que han sido evangelizados recientemente; pueblos que conservan su identidad y que observan con gozo la común condición cristiana: han sido evangelizados y se saben evangelizadores. Tienen sus fiestas populares y viven con sencillez sus tradiciones cristianas. 

Y todos tienen en común la Madre de Dios, en las advocaciones patrias. 

Pero cuántos pueblos occidentales están algo así como narcotizados por una ideología atea. Les han arrebatado la esperanza. Ya no caminan. Habrá que recordarles esta invitación divina: santificad las fiestas, conservad vuestra identidad, vivid la esperanza de la salvación, que viene de Oriente y es Cristo.

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